Escuchar con la mirada
La fotografía de Luvia Lazo
La fotografía es el arte de la memoria, pero también es un lenguaje estético que habla del olvido y la pérdida. En la obra de Luvia Lazo —artista zapoteca, nacida en Teotitlán del Valle, al este de la ciudad de Oaxaca— la fotografía se vuelve un arte de la nostalgia y el duelo. Sus retratos brotan desde el reacomodo necesario del mundo tras la muerte, pero registran espacios repletos de vitalidad, significados, colores, texturas y flores.
Luvia Lazo practica el arte de la vida multidisciplinaria: es fotógrafa y pertenece a una familia de carniceros. Junto con sus padres, vende carne los domingos en el mercado de su comunidad; en paralelo, lleva quince años tomando fotos. Su proyecto fotográfico Kanitlow surge de ese espacio que ha habitado desde pequeña: el mercado. Ahí, Luvia ha vertido su mirada y su escucha hacia las abuelas y abuelos, personas mayores que transitan el mercado, venden, compran, truequean, caminan, platican, existen. Deambulando entre elementos tradicionales y contemporáneos, forman comunidad entre madejas de hilo, plantas, chocolateatole, comida, canastos, verduras, semillas, palas de madera, pan, flores, texturas, rebozos, patrones, muros y colores. Esta serie de fotos, sin embargo, tiene una particularidad: las personas retratadas todas aparecen de espaldas o su rostro está oculto.
La palabra kanitlow, explica la artista, se utiliza en zapoteco para nombrar “algo o alguien que empieza a desaparecer, cuando un amigo cercano deja de ser tan cercano, cuando alguien deja de visitarnos de manera frecuente, cuando las cosas se transforman o cuando alguien empieza a perder la visión”. Esta serie fotográfica surgió tras la muerte del bisabuelo de Luvia y el duelo inevitable que le acompañó. Fue ese contexto de quebranto lo que trazó un vínculo con el concepto kanitlow, que podría traducirse literalmente como: “los rostros se pierden.”
Los ingredientes básicos de la experiencia estética se trabajan en la serie con precisión y desde lo cotidiano: el color, la forma, la línea, el patrón. Luvia documenta la belleza extraordinaria de lo habitual y minúsculo: el bordado, la textura en una camisa, el color de esa pared, el entramado de una canasta, el acomodo del cabello, el brillo de un arete, el tejido de las arrugas, la forma particular de ciertas flores, la caída de la tela, el gesto de un brazo que sostiene.
Como retratos de personas mayores, son inusuales, pues contrario a la tradición fotográfica documental que aborda la vejez como sinónimo del fin de la vida y el trayecto hacia la muerte, en el trabajo de Luvia las personas retratadas son presencias activas: están aquí, habitan el espacio público, participan de su mundo, contribuyen a su comunidad, producen, negocian, venden, caminan, hablan, viven. Están presentes, visibles y al centro, aunque no les miremos el rostro. Tuvimos el gusto de conversar con Luvia Lazo sobre esta serie, donde los rostros podrán estar ausentes, pero donde se revela todo lo demás que puede llegar a habitar un retrato. Estas fueron las palabras que nos compartió.
La mirada del duelo
La primera foto que hice sin rostros —y que ahora puedo conectar a este trabajo— fue de mi abuela. La relación con ella era un poco distante, lejana. De vez en cuando venía a la casa a saludar a mi mamá y ese día estaba de visita.
Mi mamá (quien siempre usa vestidos con flores, aretes con flores, mandiles con flores, su cuarto está lleno de flores) había comprado un tulipán que ese día floreó, y me pidió que le tomara una foto con su tulipán. Fui por la cámara para retratarla: ella con su tulipán. Cuando ya mi abuela se iba, no sé por qué, le pregunté, “¿le puedo tomar una foto?” Nunca le había tomado fotos, porque no la sentía cercana. Se me quedó viendo y aceptó. “Pero de espaldas”, le dije, “no me tiene que ver” y se paró justo al lado de mi casa y tomé esa foto, en ese momento.
Eso fue mucho antes de esta serie. Ni siquiera recordaba aquella foto, que surgió del temor de no saber qué hacer con esa relación que tenía con ella. No quería invadirla. Después, viendo mis archivos encontré la foto y no podía creer que es idéntica a las fotos que estoy haciendo ahora. Fue la primera foto que hice de espaldas. Por eso la incluyo, aunque la foto nunca estuvo pensada para esta serie.
Yo vivía con mis bisabuelos. Ellos ya estaban grandes, y yo era consciente, “ellos se van a morir pronto o algún día” pensaba. Yo era muy tímida y la fotografía se volvió esa forma de estar, de sentir, de expresar. Fue mi lenguaje, una manera de navegar mi espacio y la casa de mis bisabuelos. También tuve que aprender del lenguaje visual —o comunicar sin las palabras— porque mi bisabuela tuvo una embolia, y por siete años no habló. Pero hablábamos todo el tiempo, aún sin hablar. Hubo una forma de comunicarnos también con la imagen.
Cuando murió mi bisabuelo, fue un proceso muy difícil. Pude entender el dolor. Sí, sentí que se me rompió el corazón. Para mí, mi abuelo Domingo es la raíz de esta serie fotográfica. El último mes de su vida lo pasamos juntos. Lo escuché mucho, hablamos mucho. Yo siento que las personas mayores quieren hablar y a mí me ha tocado sentarme a escucharlos por horas sin parar, como a mi abuelo. Una vez que se fue, hubiera deseado quedarme para escucharlo otro ratito más.
Él caminaba mucho y yo empecé a caminar mucho, con la cámara. Siempre que caminaba había alguien que me lo recordaba. Así empezó esta serie. Pensaba en mi abuelo. Tengo muchas fotos de él, pero casi todas son de sus manos, de la camisa que se le desabotonó, de su ojo, o de la oreja. Cuando conoces tanto a alguien, ves esas cosas chiquitas y cuando lo pierdes, recuerdas esos detalles.
En el caso de mi abuelo, recuerdo exactamente cómo se ponía el sombrero: un poquito de ladito, no mucho. Para mí, todas esas cositas eran lo realmente importante de verlo. Entonces, cuando empecé a ver a estos otros abuelos, veía justo eso que veía en él. Veía la ropa o una cadenita y cuando me ponía a platicar con ellos, era la blusa que le mandó su hija de Estados Unidos o la cadena que le había dado su hijo al salir de secundaria. Todos esos elementos que ellos acuerpaban, estaban hablando y diciendo algo, más allá del rostro. No necesitaba ver sus ojos ni ver su cara para entenderlos. Yo quería mostrar esto, lo realmente cotidiano.
Hay una foto de un señor con unas palas. Un día estaba en el mercado y de pronto veo una chamarra azul, como la de mi abuelito. Me fui corriendo tras el señor. Al alcanzarlo, le dije “Ay, perdón, es que lo confundí con alguien” y nos sentamos a platicar.
Ese fue el primer domingo y lo vi muchos domingos más. Iba a hablar con él porque le veía las manos y cómo jugaba con sus dedos, eran como los de mi abuelito, igualitos. Recuerdo cuando tomé esa foto de las palas, la mano, la silueta, todo; la tomé y me puse a llorar. Sabía que no era mi abuelo, pero cuando vi la foto sentía que si quitaba las palas lo vería a él. No era él, era el proceso de estarlo buscando.
Ya no lloro cuando tomo fotos. Hubo un momento cuando ya no me dolía y dejé de llorar. Pero eso me llevó a pláticas profundas, especialmente con las señoras. Acercarme a ellas, platicar y hablar zapoteco, me mostró a otro nivel quienes eran y lo que sabían. No tenía nada qué ver con sus ojos. Algunas me decían, “¿y no me vas a tomar una foto de frente?” Hubo una señora que me la pidió, “para cuando me muera, para que la pongan en mi cajón”. Eso para mí fue muy fuerte.
Me gusta sentarme a escucharlas, me gusta ir a verlas, ir a sus espacios, pasar a saludarlas, me gusta escuchar sus historias. Siento también que es como hacerle trampa a la vida. Hay mujeres que me han contado cosas que nunca pensé que me contarían. Cuando las escucho, descubro que aunque no son de mi tiempo, tenemos muchas cosas en común. Miro a estas personas que ya vivieron, hicieron, se equivocaron, y creo que esta parte humana de todos es universal.
Mirar lo propio
Cuando hablo de mi fotografía, hablo de mí, porque no están separados de ninguna manera. Yo crecí en el mercado, todos los sábados y los domingos íbamos a vender. Soy parte de él y la gente que me encuentro ahí me conoce desde chiquita. Durante el bachillerato y en la universidad, nunca me nombré zapoteca y no quería hablar zapoteco con otros, por pena. Pero luego en el pueblo me decían, “cómo crees que te da pena.” No me hallaba en ningún lugar, ni de aquí ni de allá. Con el tiempo he ido aprendiendo a abrazar lo que soy, esto es parte de mí y lo quiero.
Me tomó años nombrarlo: sí, tomo fotos; y sí, vendo en el mercado de Teotitlán. Nombro que soy zapoteca y que soy carnicera. Porque eso, para mí, es la base de cómo yo me muevo en ese espacio, porque crecí en él. Conozco a las personas y sé cómo es comer en el puesto, irte a otro, truequear, regatear, vender, ensuciarte, recoger, todo. Al final del día, todo eso forma parte de mí y necesito abrazarlo para navegar ese espacio naturalmente. Este es el mercado, y aquí es donde veo cosas.
Para mis fotos, pienso en cómo limpiar el espacio, porque lo que quiero que se vea es la persona. Ahí, en ese momento. De repente me preguntan cuál es mi proceso fotográfico, y no tengo uno. Pero todo el tiempo estoy pensando en imagen, imagen, imagen.
También me interesa “lo propio”, lo que consideramos nuestro. Al salir de Teotitlán, me di cuenta que todo está conectado: los rituales, las formas, la memoria, todo. ¿Cómo llegó esta blusa de Pinotepa a ser el traje tradicional de Teotitlán del Valle? ¿Cómo es que una blusa guatemalteca es parte de él? ¿Cómo es que esta tela que viene de China, o de Londres, se incorpora al traje? ¿Cómo se volvió parte de nuestra tradición? Empecé a tener, más que respuestas, preguntas.
Entonces cuando veo todas estas fotos juntas, veo al señor Emiliano con su traje de manta, pero también al señor que está cargando hilo con sus Levis. Veo a una señora con el traje típico con el enredo y a otra con pantalón que a la primera nunca le dejaron usar. Veo también a una señora con una blusa típica con flores y una chamarra de The North Face que le regaló su hijo. Sí, somos zapotecas, sí, pero todo se va transformando y todo está cambiando. Está ocurriendo y necesita ser nombrado. Así empecé a desmarañarme y observar otras cosas al no prestarle atención a la cara.
Los muchos rostros de las flores
Siempre había visto las flores como algo meramente decorativo. Recuerdo cuando empecé a observar. Antes solo veía y de pronto empecé a observar en el mercado que una flor era para esto, aquella flor para lo otro. Un día estábamos haciendo collares de flor de cacao para los santos y le pregunté a mi mamá por qué esa flor. “Porque es la costumbre” me dijo. ¿Y por qué no otra? Ahí empecé a poner atención. Al leer sobre cada flor y su significado entiendes lo que está sucediendo en esa temporada del año, qué pasa en el mercado o en esa situación.
Hay flores que son para el panteón solamente. Hay flores que son para la iglesia y otras que son para el santo. Hay las que son para los padrinos en una boda, sólo para los niños, y otras que sólo son para las mujeres. Yo empecé a observar todo eso y me pareció increíble. Era cíclico, la Flor de Niño sólo se usa en Navidad y el 15 de enero sólo hay nochebuenas, porque se festeja a San Antonio y el mercado se vuelve rojo. En Día de Muertos, hay flor de muerto y todo el mercado huele a ellas. En Semana Santa a los santos les hacen muchos collares de flores de mayo para el Vía Crucis.
También, cada planta tiene una carga simbólica. Por ejemplo, el poleo. La foto que tengo de mi abuela con el poleo fue porque ella venía regresando de acompañar un apadrinamiento en un bautizo. Esa planta se la dan a los padrinos, a la familia que respetan, que cuida, que guía. No se le da poleo a cualquiera.
Para mí, el seguir haciendo imágenes, el estar viendo, el estarme haciendo preguntas, me ha servido para preguntarme cosas personales. A veces retrato los olores que me recuerdan vivir ahí en casa de mis bisabuelos. Cuando no estoy en Teotitlán, retrato Teotitlán, lo busco en otros lugares. Busco cosas que se parezcan. Usualmente lo que retrato es la emoción. Pero mayormente retrato estos recuerdos de mi cabeza. Es como un álbum fotográfico. La imagen es mi lenguaje, y me gusta lo que me hace sentir. Mi regla es esa, sentir. Y eso que me hace sentir, quiero que siga siendo honesto y sincero. No mostrar la cara de las personas, quiero que siga así.
Una versión de este artículo aparece impreso en el Número 2 de Álula Magazine, con el encabezado: “Escuchar con la mirada, La fotografía de Luvia Lazo”