El Alcázar a Al-Ándalus
En los jardines del Real Alcázar de Sevilla, la influencia árabe en su arte, diseño y arquitectura nos transporta hasta el tiempo de Al-Ándalus
Han pasado más de 500 años desde que las últimas fuerzas de los moros fueron desterradas de España y Al-Ándalus dejó de existir. El cierre de un capítulo y el surgimiento del siguiente dieron lugar a la aparición de un nuevo actor en el escenario mundial, en el cual la influencia de la comida, la lengua, el arte, el diseño, la arquitectura y la cultura morisca permanecieron como hilos palpables en el tejido de la sociedad.
Hoy, el espíritu de Al-Ándalus sigue latiendo en España. Es una fuerza viva que se experimenta con todos los sentidos: se saborea en el azafrán de la paella, se respira en los huertos de azahar, se escucha en las conmovedoras transiciones “ay-ay-ay” de la música flamenca y se toca en las termas de los baños hammam. Pero es por medio de la mirada con la que se contemplan las reliquias moriscas más llamativas y emblemáticas. Las fortalezas, palacios y mezquitas que en su día sirvieron como fortalezas son ahora preciados emblemas españoles.
La permanencia de su legado se manifiesta en los edificios revestidos de estuco, los arcos de herradura, los azulejos geométricos y los diseños ornamentados, por los cuales viaja aquí gente de todo el mundo. En ningún lugar puede observarse esto mejor que en Andalucía, la región más meridional de España y antigua capital de Al-Ándalus. Aquí, en una fortaleza construida para los califas, llegamos a un portal que nos conduce al pasado árabe de España, el Real Alcázar de Sevilla.
Un portal al pasado árabe de España
Bajo un tenue sol matutino, camino aturdida a paso ligero por las calles de Sevilla. La ciudad empieza a animarse. Los propietarios de cafés y tiendas se preparan para atender a sus clientes mientras sacan mesas y sillas al exterior y montan puestos de souvenirs. Identifico otro sonido cercano, el de los cascos de los caballos recorriendo las calles y arrastrando tras de sí una de las características calesas amarillas de la ciudad. El golpeteo rítmico de sus pasos añade una banda sonora tranquila al aire fresco y silencioso de la mañana.
Aunque mis sentidos me llaman en todas direcciones y mi curiosidad me impulsa a explorar cada rincón de este paseo por las calles empedradas, estoy decidida a llegar a mi destino. Paso junto a la catedral gótica y el campanario de la Giralda, dos construcciones católicas y musulmanas que se encuentran una al lado de la otra y ascienden cientos de metros hacia el cielo. Tiene que ser aquí, pienso, mientras desvío mi atención de una maravilla arquitectónica a otra: el Alcázar.
Recorro con la mirada los altísimos muros hechos de piedras del tamaño de una persona y veo una abarrotada fila de visitantes, lo que confirma mis sospechas. Estoy tan ansiosa de estar aquí como agradecida por haber llegado tan temprano. Ocupo mi lugar en la cola y comienzo a asimilar mi primera visión del Alcázar, o al menos de la mampostería exterior. Los constructores árabes remataron estos muros defensivos con afiladas y puntiagudas almenas, preparando permanentemente la fortaleza para un ataque.
Hoy, alejados en el tiempo de los ejércitos medievales, estos muros son ahora asaltados con regularidad por fotógrafos turistas. Contemplo esta ironía mientras me guían hacia la entrada, la Puerta del León, como acertadamente se llama. La entrada, de color rojo arcilloso, está adornada con un león que porta una cruz y una corona, situado sobre una abertura ovalada en la muralla. El diseño gótico y el estandarte grabado con escritura latina parecen fuera de lugar, pero se trata de un artefacto que ha pasado entre reyes, lenguas e imperios.
Atravieso el gran patio justo después de la Puerta del León y cruzo oficialmente el perímetro del Alcázar. Delante de mí hay tres posibles rutas, todas ellas atractivas, como si me estuvieran incitando a hacer mi primera elección en un juego de “elige tu propia aventura”. Echo un rápido vistazo a mis alrededores. A mi derecha hay una puerta detrás de unos altos arcos abovedados que conduce a una habitación oscura. Frente a mí, una imponente fachada ornamentada con intrincados bajorrelieves y diseños me invita a entrar en el palacio real oficial. Sin embargo, es el arco en forma de herradura, más sutil, situado a mi izquierda, el que me atrae con su fuerza gravitacional.
Antes de darme cuenta, me dirijo por un discreto sendero que, según el mapa que tengo en las manos, conduce a los jardines. Me entran mariposas en el estómago. Una punzada de esperanza y aventura, como si estuviera atravesando las puertas del armario de Narnia. Tengo la tentación de calmar mi emoción, pero en lugar de dejar que la racionalidad de la adultez arruine el asombro infantil, me deleito en él. Dejo que mi alegría y mi curiosidad florezcan sin trabas. Es una especie de ritual para prepararme para la magia y el misticismo que están por llegar.
Jardines del Paraíso
Al llegar al balcón sobre el recinto, los famosos jardines del Alcázar se abren ante mis ojos. Son un vasto laberinto, un país de maravillas, de senderos conectados entre sí y decorados con motivos mudéjares y renacentistas. A mi izquierda, la Galería del Grutesco utiliza un muro almohade original como lienzo para mostrar su grandeza y proporcionar un ilustre telón de fondo a una estatua de bronce de Mercurio. Estos añadidos de Europa occidental se introdujeron a medida que los sucesivos reyes católicos se inclinaron por el diseño italiano, pero no eclipsan la esencia mudéjar de los jardines. Como es habitual en el arte islámico, los diseñadores renuncian al uso de temas personificables y optan por elementos geométricos, vegetales, caligráficos y arquitectónicos para transmitir sus mensajes. En el centro de su trabajo está la consideración de lo divino.
Aquí, al interior del Alcázar, los jardines son una metáfora de sesenta mil metros cuadrados, nacida para simbolizar el cielo en la tierra. El oasis imita el paraíso prometido en los escritos del Corán y ofrece un espacio dichoso para la paz y la reflexión serena. Un verdadero paraíso, con un surtido de altos árboles tropicales cuya sombra ofrece rincones de soledad y una conexión directa con el mundo natural.
Maravillas arquitectónicas en el Alcázar
Continúo por este edén, saboreando el gusto de la exploración sin destino. Arriba, los pájaros vuelan entre los árboles y pasan junto al pabellón de Carlos V, un edificio de planta cuadrada erigido en honor del matrimonio del rey con Isabel de Portugal. Al acercarme a la estructura, recuerdo lo que más me impresiona del legado morisco en España: que a pesar de los enormes esfuerzos de la Reconquista por recuperar tierras y el control de la península, los gobernantes que siguieron no sólo conservaron elementos de la presencia morisca, sino que los integraron con entusiasmo.
Este pabellón, dedicado a un matrimonio real católico, hunde sus raíces en una qubba musulmana y fusiona a la perfección columnas renacentistas con azulejos mudéjares. En su interior se encuentra una única fuente, a ras del suelo y rodeada de formas geométricas y sinuosos motivos de follaje. El techo abovedado y artesonado muestra una de las características más brillantes y exquisitas de la arquitectura mudéjar, que se repite, cada vez de forma única, en todo el Alcázar.
Los arbustos rodean los senderos y me acompañan mientras me adentro en los jardines y pierdo mi lugar en el mapa. Tengo la tentación de pasarme el día entero extraviada dentro de este laberinto botánico, disfrutando de la compañía de simpáticos pavos reales y garabateando notas sobre cosas que no quiero olvidar —la última de las cuales versa sobre las exquisitas fuentes que se encuentran en las intersecciones de los senderos—. Situadas cerca del suelo, si bien no sobre él, las fuentes contrastan con el estilo monumental y grandioso de otras de Europa, y ofrecen un propósito más espiritual y meditativo a quienes se ven arrastrados a su órbita.
Se dice que las fuentes de agua y los estrechos canales que discurren entre ellas aluden a la abundancia y pureza del paraíso prometido por Dios. Son pintorescas representaciones del diseño mudéjar, rodeadas de octógonos, hexágonos y otras formas geométricas pintadas. Delicados azulejos arabescos amarillos, verdes y azules añaden dinamismo a la composición bidimensional y crean una cierta complejidad mediante la repetición de diseños sencillos. Las líneas equilibradas y los espirales que adornan las fuentes transmiten una sensación de tranquilidad y estructura, una escena hipnótica de la que es difícil apartar la mirada. No es de extrañar que los jardines y sus fuentes de ensueño fueran musas de inspiración para artistas de la talla de Joaquín Sorolla y los productores de Juego de Tronos.
Descubriendo las misteriosas profundidades del Alcázar
En una parte ligeramente escondida de los jardines, desciendo un corto tramo de escaleras y me adentro en los baños de Doña María de Padilla, un espacio utilizado inicialmente como cisterna de agua en el siglo XII y luego como lugar de baño para la amante del rey Pedro el Cruel.
El aire es fresco y silencioso, y mi vista intenta adaptarse a la penumbra de la cámara subterránea. Mi atención se dirige rápidamente al techo, donde unas bóvedas góticas de crucería zigzaguean mi atención de izquierda a derecha hasta llegar a una larga y estrecha piscina que se extiende por el resto del pasillo. Por un momento, me pregunto si veo una imagen repetida de los arcos en el reflejo del agua. En las paredes amarillas, la luz natural proyecta sombras profundas y contrastantes. Hay aquí una energía ilusoria y casi inquietante, donde el silencio y los suaves ecos te llevan a un estado onírico. No sé si es el efecto de ilusión óptica del agua o la suave iluminación que me hace entrar en trance, pero abandono mi cuaderno y mi bolígrafo en el fondo de mi bolso y atiendo a una llamada de mi intuición para simplemente ser.
El asombro infantil que sentí al entrar en el Alcázar sigue ahí. Pero en mi soledad, siento su verdadera naturaleza etérea. A través de imperios y más de mil años de cambios, el Alcázar ha permanecido: una máquina del tiempo que ha sido alterada y transformada para reflejar su entorno. A través de las puertas del armario de esta Narnia, no había leones, brujas, ni criaturas mágicas, pero sí encantadores laberintos a lo largo de los cuales deambular y huellas de almas pasadas que seguir. Me pregunto si aquellos que caminaron por los terrenos del Alcázar hace tantos años experimentaron el mismo espíritu místico que yo siento en este momento o si tal vez fueron ellos quienes lo dejaron aquí.
Una versión de este artículo aparece impreso en el Número 1 de Álula Magazine, con el encabezado “El Alcázar a Al-Andalus. En los jardines de los Reales Alcázares de Sevilla, como si viajáramos en el tiempo hasta Al-Andalus, la influencia árabe perdura a través de su arte, diseño y arquitectura”