Una crónica cromática
Explorando el Parque Nacional Tortuguero de Costa Rica
Como pluma en tintero, sumerjo mi remo en un líquido negro como el azabache, enviando ondas color regalíz a través de una superficie que de otra forma estaría perfectamente inmóvil. Mirando por encima del borde de mi kayak color papaya, mi cara es un reflejo cristalino, enmarcado por un denso follaje tan verde como un saltamontes que parece dibujado con un plumón fluorescente.
Hoy soy Alicia en el País de las Maravillas, con los ojos muy abiertos dentro del extraño mundo al revés en el que me he metido. Aquí los lagartos Jesucristo (llamados así por su aparente capacidad para caminar sobre el agua) se acuestan para secarse al sol, los perezosos dormitan a medio trepar y las garzas nocturnas corona clara picotean delicadamente sobre enormes raíces de árboles llenas de hormigas. Deslizándome por este espacio natural de espejos (su tinte oscuro se debe a los taninos que se filtran de la rica vegetación), me siento más como si estuviera volando que flotando. Mirando al cielo, mi imaginación se mueve en espiral hacia donde puedo contemplar este momento de feliz desorientación en las profundidades del Parque Nacional Tortuguero.
Sólo se puede acceder a este sitio por aire o por agua, y está localizado en la costa caribeña. Esta llanura que se inunda cada tanto —190 kilómetros cuadrados con cuatro canales y un rompecabezas de deltas, canales más pequeños y lagunas— es conocida como la Amazonía costarricense, con once hábitats, entre los que se incluyen selva tropical, pantanos y manglares.
La única forma de explorar los afluentes más pequeños del parque, como Caño Palma y la Laguna Cuatro, es en kayak, y mi esbelta embarcación se desliza fácil y silenciosamente, acercándose sigilosamente a la vida salvaje que de otro modo se habría espantado. Diviso el hocico rugoso de un caimán de anteojos (de la familia de los cocodrilos) en medio de un matorral de palmeras, y la elegante cabeza color canela de una nutria se asoma delante de mí antes de desaparecer, dejando un círculo de ondas menguantes.
Esta llanura que se inunda cada tanto, es conocida como la Amazonía costarricense”
Una base idílica para explorar el Parque Nacional Tortuguero
Tortuga Lodge, mi base de exploración, está espléndidamente aislado a orillas del canal principal. Todavía no he perdido la sensación de estar a la deriva mientras escribo en mi diario y hago una lista de la fauna que he visto hasta ahora —ibis, jacanas, iguanas verdes, perezosos y anhingas (un primo del cormorán que tiene un llamativo anillo azul alrededor del ojo)— a la que rápidamente añado una garza tigre que vuela audazmente para posarse en la hierba cercana. Como si se tratara de una repentina cita a ciegas, intercambiamos tímidas miradas, preguntándonos qué se puede esperar ahora del otro.
Mientras el sol se oculta, el cielo azulado y lechoso se transforma en mandarina y el destello de un raro martín pescador enano —fugaz, deslumbrante, una mancha de verdes iridiscentes— hace que me ponga de pie. Encima de mí, los intimidantes tucanes pico de canoa se pavonean en una última incursión, con la intención de robar una cena de huevos de los nidos de aves más pequeñas. Las oropéndolas de Moctezuma revolotean alrededor de sus curiosos nidos, que cuelgan de las palmeras como campanas de iglesia, y los últimos rezagados de una tropa de monos aulladores dirigen sus profundos gritos unos a otros. Mientras, justo enfrente del albergue, al otro lado del río, los murciélagos frugívoros se arremolinan a medida que comienza el turno de la noche.
Un refugio para las tortugas verdes y sus rituales de anidamiento
Oculto tras el río que abraza la selva tropical se encuentra el mar Caribe y el lugar de anidamiento más importante del mundo para la amenazada tortuga verde, de la que el Tortuguero (que significa cazador de tortugas) toma su nombre. Cada año, de julio a octubre, acuden miles de ellas a anidar en este tramo de la costa, como han hecho durante un milenio. Todo turista debe adquirir un permiso y hacer la visita con un guía, y yo sigo al mío guiándome por la tenue luz de una linterna infrarroja avanzando por arenas irregulares hasta llegar al sitio donde una tortuga verde escarba.
Bajo un despejado cielo nocturno de verano, manchado de estrellas fugaces, la tortuga es una contemplación impresionante. Ajena a los espectadores, está completamente absorta en su labor, gruñendo suavemente mientras aparta la arena con las aletas. “Cuando pone los huevos, está en estado de trance”, nos cuenta Mateo, nuestro guía. “Ha viajado mucho para volver a su lugar de nacimiento, y ahora está liberada de todo sentido de sí misma, habiendo alcanzado su meta final”. Y mientras los huevos blancos y húmedos, del tamaño y la forma de pelotas de ping pong, caen, y ella empieza a ocultar su preciosa carga, me sorprende lo tranquilizadora que es verla en un mundo cada vez más desafiado por la humanidad.
Un faro volcánico e impresionantes vistas
Al día siguiente subo los 120 metros hasta la cima del Cerro Tortuguero, un pequeño volcán inactivo que se cree que actúa como faro para las tortugas, ayudándolas a regresar a su lugar de nacimiento. Es una historia encantadora, fácil de creer en una tierra que se inclina hacia la fábula, hogar de criaturas tan curiosas como los perezosos de tres dedos, los monos cariblancos y las ranas flecha venenosa que chasquean la lengua (son tóxicas para los humanos, sólo si se manipulan), y custodian el sendero de tres kilómetros que lleva de la estación de vigilancia a la cima, coronada por árboles de samán. Sobre mí, los monos araña juegan a perseguirse y las alondras aéreas lanzan un confeti regular de hojas, mientras contemplo el frondoso follaje de la selva tropical del parque nacional, donde las lianas púrpuras añaden toques de color, al igual que el destello de las plumas azules y verdosas de los guacamayos verdes que pelean entre sí.
El mayor asentamiento en Tortuguero es San Francisco, con 1,500 habitantes. En otras partes, hay pequeños asentamientos repartidos por aquí y por allá, incluida una serie de casas costeras ubicadas donde una de las principales arterias fluviales desemboca en el mar. Aquí, el ganado pasta bajo los árboles frutales, las gallinas corren a sus anchas y en la cocina exterior de mi anfitriona, Katherine, se asan rebanadas de mango.
“¡Buenos días!”, me dice cariñosamente cuando llego y me da una cucharada del arroz con leche avainillado que está preparando, y que me trae tan inesperados recuerdos de la infancia que me siento inmediatamente como en casa. Esto es comida reconfortante en su máxima expresión, y hay mucho más por venir: pan casero (un pan blanco hecho en horno de leña) relleno de una pasta de calabaza, tortillas recién hechas, una mermelada de calabaza y el queso fresco casero de Katherine, el cual vende para ganarse la vida. Mar adentro, las fragatas se arremolinan en silueta y el sol gordo como chabacano se vuelve cada vez más maduro, y así como la comida deliciosa de mi anfitriona, estoy saboreando algo más. Es a esto a lo que los costarricenses le llaman pura vida, y bajo las palmeras, con una gallina a mis pies, es aquí donde me gustaría permanecer.
Una versión de este artículo aparece impreso en el Número 1 de Álula Magazine, con el encabezado “Una crónica cromática: explorando el Parque Nacional Tortuguero de Costa Rica.”